lunes, 31 de agosto de 2009

La Provinciana (Cuento)


-¡Mamá, felicíteme!.

         -¿Y a qué se debe tanto alboroto mija...?

         -Que me felicite le digo, porque ya conseguí trabajo.

         -Y de qué, si se puede saber, mi niña.

         -¿Le conté que hace unos días conocí a un hermoso galán que llegó al pueblo buscando talentos jóvenes para modelaje y para trabajar en algo así como maniquí de publicidad...?

         -¿Mani... qué?... ¿De qué disparates raros estás hablando, muchacha endomiá? De seguro es otro de tus inventos para no ayudarme en las tareas de la casa. Así que vete olvidando de esos cuentos sin pies ni cabezas y póngase a hacé las arepas.

         -Pero mamá, es cierto lo que le digo... parece que le gusté mucho a ese señor que vino de la Capital. Es muy importante, ¿sabe? y me dijo que ganaría mucho dinero y me haría famosa. ¡Imagínese, que saldré hasta en las revistas!. ¿No le parece maravilloso?.

         -¡Ay, hija mía! Sáquese ese cuento de la cabeza. Usted no conoce a ese hombre y mucho menos conoce sus intenciones. Mejor se va para la cocina y me hace las arepas. Vaya mija.

         -¡Pero si es mi gran oportunidad!.

         -¿De qué? ¿De que se burlen de usted? De que me la maltraten y luego abusen de su cuerpo como hicieron con la hija de mi comadre Rosa. No mi niña, hágame caso, no sea porfiá; escuche los consejos de su madre, que bastante sufrimiento ha tenido para criarla a usted y a sus hermanos, que en paz descansen.

         -Entonces... ¿No me deja ir?

         -Entiéndame usted mi niña terca. Yo soy una vieja sola en el mundo. Usted es lo único que me queda. A sus dos hermanos los mataron como a unos perros los hijos de don Venancio y que porque se estaban robando las gallinas de la finca, y nadie nos hizo justicia. Usted no sabe cuanto lloré a mis hijos muertos. Y yo misma, con su santo padre, fui a enterrarlos, con los pocos cobritos que nos quedaban.

«Si no me morí en esos días, fue porque todavía me quedaba usted y el bueno de su papá. Pero las lágrimas se me salían solitas todos los días; todas las mañanas cuando me levantaba me convertía en un charco de lágrimas y fue entonces, cuando su padre, se empeñó en cobrarse la muerte de sus hijos... y yo le supliqué que no fuera, porque también lo iban a matar. Don Venancio, altanero, hombre de mucha plata a quien todos le tenían miedo por su manera de tratar a la gente. Nadie se atrevía a reclamarle nada, porque a fin de cuentas, todos trabajaban para él en la finca, y nadie se iba a morir de hambre o dejar morir a sus hijos por reclamarle a don Venancio el porqué sus hijos habían matado vilmente a los míos.»

         «Pero su padre no me hizo caso, y fue a buscar a don Venancio. En la tarde me lo trajeron; ensangrentado; hecho pedazos. No les bastó con pegarle un tiro y hacerlo sufrir, sino que lo humillaron y luego le cayeron a machetazos. Yo misma tuve que remendarlo para que pudiera estar completo en la urna. En apenas una semana, tuve que enterrar a mis dos hijos y a mi marido, y cuando me cansé de llorarlos durante muchos años, cuando me arrugué de tanto lloriqueo y hacer arepas, tuve en cuenta que usted era ya una mujer, y yo, una pobre vieja ahogada en sus llantos y en el recuerdo de su familia muerta. Y entonces prometí nunca jamás llorar.»

         «Y juntas nos hemos mantenido. Somos muy pobres, lo sé. También sé que usted nunca ha tenido un vestido bonito; que apenas sabe leer y que no conoce lo que hay al otro lado de estos ranchos, pero yo me he sacrificado mucho para criarla y  hacerla una mujer de bien, y algún día se casará y tendrá sus hijos...»

         -Pero yo me quiero ir mamá.

         -Pero debe entender que existe mucho mal en la ciudad. Allí no conoce usted a nadie. Todo el mundo la buscará para abusar de usted.

         -Yo no creo que me pase nada malo. Ese hombre se ve muy sincero y me trata muy bien. Me prometió que ganaría mucho dinero, y entonces, vendré a buscarla para que juntas vivamos en la gran ciudad. A lo mejor me va muy bien y me compro una gran casa para usted solita.

         -De aquí, sólo me sacarás muerta.

         -No diga eso mamita, ya verás como todo me sale de lo mejor.

         -Entonces, se irá.

         -Sí, estoy decidida.

         -¿Cuándo?

         -Mañana mismo...

 

         «Mamá, vine a buscarte y no te encontré. Cuando llegué a nuestro viejo rancho, estaba cerrado, el monte lo tapaba casi por completo. No había ruidos, y ni siquiera los perros ladraban. El pueblo que una vez dejé lleno de vida, ahora parecía un cementerio lleno de fantasmas. Luego de esperarte un largo rato frente a la destartalada puerta de nuestro hogar, alguien se me acercó y me dijo que no te siguiera esperando porque nunca ibas a llegar, y entonces comprendí».

         «Vine corriendo al cementerio para decirte que tenías razón. Todo fue un vil engaño. Me utilizaron a placer. El trabajo que me ofrecieron no fue para publicidad y mucho menos para ser modelo de revistas. Tú tenías toda la razón. La verdad fluyó de tus labios y yo no quise escucharte. Pero pagué las consecuencias. Vine a decirte que llegué a la gran ciudad sin medio en el bolsillo, pero con las ilusiones de hacer mucho dinero, de hacerme famosa, pero la realidad fue muy distinta. Me dijeron que tenía que prestarle los «servicios» a unos clientes muy especiales, y si me negaba, me matarían, y entonces sentí mucho miedo y tuve que acceder a todo lo que me exigieron. Pero las cosas no mejoraron para mí. Nunca vi dinero, y en cambio, sufrí muchos maltratos, golpes a cada momento, y apenas me daban para comer.»

         «Una noche, luego de estar con uno de los «clientes», le pedí dinero extra, y éste, no tuvo reparo en dármelo. Como pude, embarqué en un gran autobús y aquí estoy de nuevo».

         «Vine a pedirte perdón, porque sé que moriste de tristeza cuando te dejé sola en ese rancho. Vine a pedirte perdón porque tú tenías razón. También vine a decirte que ya no te dejaré más sola en el rancho y que de ahora en adelante, hasta la eternidad misma, estaremos nuevamente juntas».

        

         _¿Y dice usted que está muerta?

         _Así mismito, comisario. Parece que a la joven le dio un ataque al corazón o la mató la tristeza de saber que su madre se había ido al otro mundo.

         _¿Y aún está en el cementerio?

         _Ni santa que fuera para resucitar comisario. Está tan tiesa como esa silla de madera que usted tiene en el escritorio.

         _Bien. Búscate al doctor Euclides y dile que levante el cuerpo de la muerta. Yo me haré cargo de todo.

         _¡Sí comisario!.

El Viejo Rumildo (Cuento)


La suave brisa bajó somnolienta de las altas montañas, meciéndose en la copa de los árboles que la recibieron con agrado y placer. Siguió bajando por la verde hierba y se coló por entre los grandes ventanales, hasta llegar a lo más íntimo de las habitaciones.

         Rosa María, sintió en lo más profundo de sus huesos un golpe helado que la hizo temblar de pies a cabeza. Aún bajo los efectos del sueño, encogió su cuerpo en forma fetal, tratando de huir del terrible frío que la envolvía. Inútilmente trató, una y otra vez, de acomodarse en el reconfortante colchón en busca del perdido sueño, pero la helada brisa se le incrustó tan adentro que le fue imposible regresar al mundo de fantasía en el que había estado minutos antes.

         Más allá de los ventanales, asomaban los primeros albores del día. La noche se despedía nostálgica de la espesa neblina que cubría el hermoso paisaje andino. Los rosales despertaron con la llegada de la luz y el color rosa hizo contraste con el verde de la montaña.

         Rosa María bostezó largamente, buscó sus cotizas debajo de la cama y se levantó. El negro pelo, suelto y revuelto en los brazos de la noche, le llegaba hasta la altura de las caderas. Blanca, cejas pobladas y ojos profundos. Labios rosados como la misma rosa y que se mantenían vírgenes como las montañas más altas del pueblo.

         Medio dormida se dirigió al patio trasero de la vivienda, abrió la puerta y sus ojos no resistieron el resplandor del sol de aquella mañana. Se cubrió la cara con las manos como tratando de ocultarse de los ataques inclementes de los rayos solares y así se encaminó hacia el fregadero, donde consiguió su acostumbrado cepillo dental. Agarró el tubo de la pasta y llenó por completo las cerdas del cepillo, rosado como sus mejillas.

         Una vez terminada la mecánica labor del lavado de los dientes, se enjuagó el rostro con el agua fría que salía del grifo repitiendo la acción en varias oportunidades y dando saltos cada vez  que sentía el agua congelada en la cara. Secó su rostro con la vieja toalla verde, regalo de un cumpleaños muy lejano y fue en busca de un café caliente en la cocina.

El viejo Rumildo se despertó asustado creyendo que una culebra estaba entre las mugres sábanas, pero en realidad, era una rata que se había atrevido a pernoctar en su lecho en busca de un poco de calor. Al descubrirla, la agarró por el cuello y la estrelló contra las paredes de barro. La cabeza explotó en mil pedazos dejando una mancha rojiza al lado de un destartalado almanaque de hacía 40 años atrás. Sonrió con malicia al ver el cruel espectáculo y el cuerpo decapitado que aún se movía en el piso como en busca de su parte superior. Por fin dejó de moverse y Rumildo mostró nuevamente los dos pedazos de dientes que le quedaban en las encías.

         Se levantó pesadamente del viejo catre y su figura deforme se mostró por completo a la luz de la mañana. Una inmensa joroba lo arqueaba de manera grotesca haciéndolo parecer como una criatura infernal. Dio dos o tres pasos, abrió la puerta de lata del rancho y se deleitó con la suave brisa que le pegó en el rostro. El sol ya estaba en lo alto y la tranquilidad del pueblo se observó a lo lejos. No había nada de comer en el rancho esa mañana y decidió emprender camino al pueblo en busca de algún alimento. Generalmente lo hacía cada mañana, tocaba las puertas de las casas donde era conocido y las amables señoras le daban algo de comer. Subía nuevamente a la montaña, se encerraba en el rancho y entonces disfrutaba de la comida recogida y de la soledad. Esa rutina la había repetido desde tiempo inmemorial. Se decía que Rumildo había sido abandonado en la puerta de la iglesia del pueblo apenas había  nacido. Su madre, al observar que tenía el rostro y el cuerpecito deforme, decidió dejarlo allí para que alguien lo recogiera y viera de él, pero fue el cura quien lo encontró envuelto en un saco de papas y lo puso al cuidado de unas hermanitas españolas que habían llegado al pueblo días antes.

         Con el tiempo, su cuerpo se fue arqueando cada vez más y la joroba se hacía más pronunciada, dándole un aspecto realmente repugnante. Ante la burla continua de los jóvenes del pueblo que le gritaban cada vez que pasaba por las calles decidió un día irse a lo alto de la montaña, lejos de la gente, lejos de los maltratos, lejos de las personas normales que nunca lo aceptaron como tal. Fue fabricando un rancho de barro y latas y allí se había quedado, alimentándose de papas y de las frutas que conseguía en los alrededores. Pero con la carencia de comida fresca, se vio obligado a bajar al pueblo en busca de alimentos y así lo había hecho durante muchos años, cada mañana, después de levantarse del mugriento catre.

         Rumildo llegó al pueblo, caminó lentamente por las calles empedradas, pasó frente a la iglesia donde un día lo habían dejado envuelto en un saco de papas y recordó con nostalgia a las hermanitas que lo criaron. Tocó a la puerta de una de las casas cercanas a la iglesia y quedó deslumbrado con la belleza de Rosa María, quien había respondido al llamado casi en forma inmediata.

         Rosa María también se sorprendió y no pudo disimular un pequeño ¡oh! de susto ante la cruel figura que estaba en la puerta. Aunque lo conocía desde hacía muchos años y sabía quien era, nunca lo había tenido tan cerca de su rostro como aquella mañana.

         El jorobado Rumildo tampoco había visto en su vida tan semejante belleza en el pueblo y sintió como un escalofrío que le recorría todo el cuerpo, pero luego reaccionó y dijo con voz temblorosa:

         -Perdone señorita, no quise asustarla, pero si usted se apiadara de mí y me consiguiera algo de comer, se lo agradecería...

         -¡Oh, claro!. No se preocupe buen hombre, le conseguiré algo de comer que tengo en la cocina. Espéreme sólo unos minutos y ya se la traigo.

         Rosa María fue corriendo a la cocina en busca de los alimentos para Rumildo, recogió varios panes y arepas, algo de carne asada que había quedado de la noche anterior y bastante arroz. Echó todo en una bolsa plástica y se lo llevó al hombre que tanto miedo inspiraba a los niños del pueblo.

         Rumildo tocó las puertas de otras casas más en la cuadra y cuando hubo recogido suficiente de comer emprendió el camino de regreso a la montaña. Siempre trataba de hacerlo rápido de manera de no encontrarse en la calle con los muchachos mayores que le tiraban piedras y se burlaban de él diciéndole cosas feas e imitando sus grotescos movimientos al caminar.

        

         Durante una semana estuvo Rumildo tocando a la puerta de Rosa María, y cada mañana, ella, muy servicial, le entregaba la bolsa plástica con los alimentos. Ya se estaba haciendo una costumbre para la hermosa muchacha guardarle las sobras de la comida al pobre deformado e incluso, le estaba tomando un cariño muy especial, o quizás en el fondo, como a veces pensaba, era que le tenía una inmensa lástima al hombre jorobado.

         Pero una mañana, Rumildo no tocó a la puerta y Rosa María tuvo que echar la bolsa plástica al pipote de la basura. Pasaron dos días más y Rumildo no daba señales de vida. Rosa María decidió entonces subir a la montaña para tratar de localizar al hombre. A pesar de los reproches de su madre, la joven se empeñó en subir para averiguar qué le había pasado al jorobado.

         _A lo mejor está enfermo y no puede bajar a buscar la comida, -dijo Rosa María a su madre-.

         _No seas tonta niña. Tú no te imaginas el peligro que significa ir a buscar a un  monstruo de esa naturaleza.

         _¡Mamá, por favor! El no es un monstruo. Es un ser humano igual que nosotros. Que tenga la desdicha de tener malformaciones en el cuerpo no quiere decir que se coma a la gente.

         _¡Ay hija! Por algo será que Dios lo castigó de esa forma. Quién sabe qué bicho malo se esconde en ese cuerpo deforme.

         _De todas maneras, pienses lo que pienses, voy a ir a buscarlo.

         Y dicho esto, Rosa María salió de la casa con rumbo a la montaña en busca de su amigo, el jorobado Rumildo.

 

         Fue la última vez que la madre vio a Rosa María con vida. Cuando el sol cayó en el ocaso y las tinieblas de la noche se apoderaron del pueblo, la madre de Rosa María avisó de la desaparición de su hija en la Prefectura. Con lágrimas en los ojos y sin casi poder controlar los nervios, explicaba una y otra vez al Prefecto que Rosa María había salido en horas de la mañana en busca del jorobado Rumildo y que desde entonces no se tenían noticias de la joven.

         Se inició de inmediato una búsqueda en plena montaña, tomando como referencia el rancho de Rumildo. Este negó rotundamente el haber visto a la muchacha, pero en el fondo, nadie le creía. Se revisó el rancho de cabo a rabo; se buscaron indicios de violencia ante la propuesta de alguien que dijo que a lo mejor el deformado la había violado y matado, pero no se encontró absolutamente nada.

         No habían pruebas de que Rumildo hubiese cometido un crimen y todo parecía normal, hasta que pasaron tres días de búsqueda incansable y el cuerpo de Rosa María apareció completamente destrozado a la orilla de una quebrada.

         El informe del forense fue muy preciso y terrible: amputación de las dos manos con arma filosa, presumiblemente un machete; amputación de ambos pies con el mismo tipo de arma; corte profundo en el cuello que le produjo la muerte casi instantáneamente; rastros de violación y traumatismos generales en el cuerpo; la cara presentaba hematomas como si alguien se hubiese ensañado a golpes con ella utilizando un objeto de fuerte consistencia.

         El panorama era terrible, el cuerpo presentaba grandes signos de descomposición y los animales ya habían hecho de las suyas en los tres días que duró a orillas de la quebrada. Había sido cubierto sutilmente con monte y troncos viejos, pero los animales habían removido todo aquello en busca de alimentación.

         La indignación se convirtió en ira. La madre de Rosa María se desmayó al ver a su hija en semejante estado y estuvo casi un mes sin reconocer a nadie. Llamaba una y otra vez a Rosa María cantando una cancioncita que decía: «Corre, corre, que Rumildo el jorobado te va a alcanzar... Corre, corre que Rumildo el jorobado te va a matar...».

         Cuando en el pueblo se enteraron del asesinato de la hermosa joven, grupos armados de hombres y mujeres se reunieron en la Plaza Bolívar pidiendo justicia, pero alguien, machete en mano, se subió al pedestal de la estatua de El Libertador de América y gritó con voz ronca: «Hay que matar a ese jorobado. El es el único asesino.» Y la turba enardecida gritó que fueran a buscarlo para colgarlo de un árbol.

         _En este país no hay justicia para el pobre, dijo el mismo hombre, empuñando su machete. Si esperamos que la justicia se cobre la muerte de Rosa María nunca habrá culpables, así que vamos a buscar a ese monstruo y matémoslo de una vez.

         El Prefecto no tuvo tiempo de detener a nadie. Todo el mundo estaba alterado y la rabia se apoderaba de cada uno de ellos como si fuera un virus que se propagara rápidamente dentro de sus cabezas.

         La turba emprendió el camino a la montaña. Rumildo, desde lo alto, observó como un grupo considerable de hombres y mujeres subía montaña arriba empuñando machetes y palos. Sintió el miedo recorrer por cada una de sus venas y el pánico se apoderó de él. Sabía, desde lo más profundo de sus entrañas, que iban por él y decidió huir.

         Comenzó a correr como un loco, tropezaba y caía al suelo, pero no sentía dolor alguno. Su pesada joroba no le permitía mayor acción, pero sabía perfectamente que si lo agarraban, lo matarían. Volvió a caer, pero esta vez tuvo la mala suerte de encontrarse en el suelo una pequeña estaca afilada que estaba de punta y se la clavó por un costado. El dolor fue intenso. Un chorro de sangre brotó como si se tratara del reventón de un pozo petrolero de color rojo y bañó su cara por completo. Un grito desgarrador partió la montaña en dos.

         _¡Dios mío! ¿Qué fue eso?

         _El Diablo que se ha apoderado de estos parajes.   

         _¡Vamos!... ¡Vamos, muchachos!. El asesino está cerca. Ya está dando gritos de miedo. ¡Vamos por ese criminal!

         _No debe estar muy lejos, el grito vino del lado de la quebrada.

         _Sí. Todo asesino siempre regresa al sitio del crimen, dijo el que parecía liderizar el grupo enfurecido.

         Y así fue. Rumildo no pudo levantase más por la herida que había sufrido al caerse en su alocada carrera. Cuando vio al grupo acercarse trató de arrastrarse hasta la quebrada. Prefería ahogarse antes que caer en manos de la enfurecida turba, pero todo el esfuerzo fue inútil. Lo agarraron. Lo primero que recibió fue un fuerte golpe con un palo en la cabeza. El impacto lo dejó abobado. Luego recibió otro por la espalda y los huesos de la joroba traquearon como si se hubiesen partido en mil pedazos. Pero alguien fue más cruel y de un sólo machetazo, le cortó la mano derecha. Una mujer la agarró y la lanzó a la quebrada: «Para que se la coman los animales», dijo.

         Cuando Rumildo agarró el muñón ensangrentado sus pulmones emitieron un fantasmagórico grito que estremeció la sangre de todos sus captores. Todos quedaron en un silencio sepulcral. Las aves emprendieron rápido vuelo y hasta los insectos callaron sus persistentes sonidos. La mano desapareció en la quebrada y un conglomerado de nubes negras cubrió el sol.

         Pero la crueldad no se detuvo. Otro machetazo le cortó la mano izquierda. Con el nuevo grito, vino la lluvia.

         _Tenía que ser el hijo de Satanás, dijo una mujer regordeta que envolvía su cabeza en una pañoleta roja.

         La quebrada se convirtió en un riachuelo de agua rojiza. Colgaron un mecate de un frondoso árbol que estaba en las orillas y lo arrastraron hasta el sitio. Colocaron la soga alrededor de su cuello y entre todos, lo elevaron varios centímetros del suelo. Su cara se contorneó en forma exagerada. Sus ojos brotaron de las órbitas y su lengua grotesca se mostró de un color morado a la vista de todos. El cuerpo se sacudió bruscamente y sus pulmones reventaron.

         Nadie dijo nada. Lo dejaron caer y, luego, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo telepáticamente, sin mediar palabras, lo destrozaron a machetazos. El más encarnizado fue Facundo, un joven de unos veinte años, de quien se decía, estaba enamorado en secreto de Rosa María.

         El cuerpo quedó convertido en pedazos de carne sangrante. El mismo Facundo abrió una fosa al lado de la quebrada y allí depositaron los restos. La lluvia seguía cayendo en la montaña; el frío calaba hasta los huesos, pero nadie dijo nada. Un rayo rompió el silencio y explotó en la copa del árbol del crimen. Todo el mundo se estremeció y más de uno se santiguó en forma repetitiva. Todos vieron asombrados como el tronco del árbol asemejaba a una joroba gigante después de caer el rayo.

         _¡Dios mío! Realmente es hijo del Diablo, dijo la mujer regordeta.

         _¡Bien, vámonos!, dijo Facundo, ya nada tenemos que hacer aquí.

         La venganza estaba consumada e iniciaron la marcha de regreso bajo la insistente llovizna.

 

         Estuvo lluviendo días, semanas, meses. La quebrada seguía corriendo con el agua roja. La figura del árbol jorobado se mostraba cada mañana con los primeros rayos del alba, apuntando siempre hacia los techos rojos y nadie se explicaba cómo era posible. Las casas se anegaban de agua roja, era como si el cuerpo de Rumildo siguiera sangrando a borbotones de noche y de día desde aquel nefasto crimen. Todos estaban seguros de que una maldición había caído sobre el pueblo. Rumildo era hijo del Diablo y había asesinado de una manera cruenta a la hermosa Rosa María para tomarse su sangre. Era la misma sangre que ahora no quería irse de la quebrada ni del pueblo.

         Pero una mañana, cuando se había perdido la noción del tiempo, cuando el pueblo se había acostumbrado a tomar del agua rojiza de la quebrada, el cuerpo de Facundo apareció colgado de una viga en el cuarto de su casa. Una nota estaba pegada al pantalón del ahorcado: «Que Dios me perdone y ustedes también, pero yo maté a Rosa María porque no quiso ser mi mujer».

         Todos comprendieron el grave error y el pecado que habían cometido. Sus almas no tendrían paz nunca más, pero Rumildo, desde el lugar donde estuviera su alma en pena los perdonó porque cuando bajaron el cuerpo del suicida, el agua de la quebrada volvió a ser cristalina y la lluvia desapareció. Un rayo cayó en el tronco jorobado y lo derrumbó. La sorpresa fue general. Desde ese mismo día las campanas de la iglesia repicaron sin cesar, todos los días, por el alma de Rumildo.

Sueños en Nochebuena (Cuento)


El niño miraba fijamente el viejo tablero de ajedrez que estaba en la mesita, al lado de su chamuscada y polvorienta cama. No se podía imaginar cómo aquellas figuras, tan extrañas para él, habían cautivado la atención y la admiración de su mejor amigo, ahora fallecido.

         Acordándose entonces del amigo se lo imaginó: «El ajedrez es mi vida», solía decirle en aquellas tardes cuando iban juntos al parque, en busca de infantiles aventuras. Pero nunca se decidió a estudiar y comprender los secretos de aquel juego por considerarlo tonto y aburrido.

         -Si hubiera aprendido las lecciones de Aníbal, -se dijo- y una lágrima rodó por su mejilla. Eran las seis de la tarde del 24 de diciembre. Sentía dolores por todo el cuerpo. Había perdido la cuenta de los días que pasaron desde que se había tumbado en aquella cama.

         Tan pocos años de edad y tantos sufrimientos. Su mejor amigo, el amigo del alma, el de las travesuras que hicieron que fueran tan felices, ya no estaba con él. Lo había dejado solo; con los recuerdos atormentándole la mente por no haber aprendido a jugar al ajedrez.

         Hacía un año exactamente que había muerto. Aquel 24 de diciembre pasado, fue nefasto para él. No supo cuantas lágrimas derramó allí, al lado del pequeño cuerpo y, aguantando los pisotones y regaños de los adultos que no comprendían que ese niño sin vida, que estaba en la urna, había sido su mejor amigo, su hermano de toda la vida, como lo habían jurado meses antes.

         «El ajedrez es mi vida», volvió a recordar y las lágrimas se desprendieron en mayor cantidad. Los dolores continuaban. La noche iba cayendo lentamente. Desde su lecho, podía observar las estrellas que brillaban ahora con más intensidad. La luz de la luna se reflejó entonces en el viejo tablero, herencia de su mejor amigo. Hubiese querido ir a la tumba, pero no podía. Sus piernas ya no respondían como antes.

         Observó como cada pieza en el tablero se iba iluminando. Qué le pediría esa noche al Niño Jesús. Era Noche Buena y, desde su mugriento cuarto, podía escuchar los ruidos de la calle. Quiso escribir una carta pero se acordó que no tenía papel ni lápiz. No importaba. El Niño Jesús sabía perfectamente lo que él quería. Estaba seguro que no le fallaría. En todo caso, se había portado bien durante todo el año.

         Cerró los ojos y navegó con sus pensamientos en el mar de los sueños. Aníbal llegó a su lado y le mostró de nuevo el tablero. «Tienes que dejar de ser perezoso y aprender a jugar», le dijo.

         «Sí, ahora sí estoy dispuesto a hacerlo», le respondió.

         Las horas pasaron inadvertidas. Los peones, caballos, reyes, damas, alfiles y torres desfilaron por su mente con sus respectivos y singulares movimientos.

         «Ten siempre presente que hay que proteger primero al rey y luego atacar al enemigo», le explicaba Aníbal a su amigo.

         «El ajedrez es como la vida. Los problemas que confrontamos en el juego, a veces se nos parecen tanto a los problemas cotidianos que uno aprende a analizarlos y enfrentarlos, como si se tratara del mismo juego».

         «Siempre he dicho que eres muy inteligente», expresó el niño enfermo, alabando a su amigo Aníbal.

         «Si yo fuera como tú -dijo- aprendería a resolver todos mis problemas como lo haces en el ajedrez».

         «Es cuestión de práctica, tú también eres muy inteligente. Has aprendido muy rápido, pero para estar seguro, repíteme paso a paso lo que te he enseñado».

         «Bien, si así los quieres, te lo voy a repetir. Ya verás como algún día te ganaré una partida. En primer lugar, el ajedrez se juega en un tablero de 64 casillas blancas y negras en forma alternativa. Cada jugador dispone de 16 piezas; un bando lleva las blancas y el otro las negras. El juego lo inician siempre las blancas. Las casillas que van de un jugador a otro, se llaman columnas; las que van de lado a lado se llaman filas y las hileras de un mismo color se llaman diagonales».

         «Las piezas son: un rey, una dama, dos torres, dos caballos, dos alfiles y ocho peones para cada bando. El rey se mueve una casilla cada vez en cualquier dirección, diagonal, por la fila o por la columna. La dama tiene el mismo movimiento del rey, pero sin límites de casillas, aunque no puede pasar por encima de ninguna otra pieza. La torre se mueve por las columnas y por las filas. Los caballos tienen en cambio un movimiento muy singular. Si se mueven una casilla hacia arriba o hacia abajo, tienen que desviarse a uno de los lados dos casillas. Si se mueven una casilla a cualquiera de los dos lados, tienen que desviarse arriba o hacia abajo dos casillas. Este movimiento tiene la forma de una L. Los alfiles se mueven por las diagonales, por lo que hay un alfil en cuadros negros y otro en cuadros blancos. Los peones juegan siempre hacia adelante y van colocados en la segunda fila del tablero. Para dar un jaque mate...»

         Iba a seguir hablando, pero fue interrumpido sorpresivamente por Aníbal, quien se dio cuenta de lo buen alumno que había sido.

         «Ya, ya, déjalo así. Eso es suficiente. Con un poco de práctica serás un gran jugador».

         «Ya está amaneciendo. Acuérdate que estamos en Navidad y, pediste un deseo, y, creo, que ya el Niño Jesús te trajo el regalo que querías».

         Los gallos anunciaron la llegada de la mañana. El pueblo entero celebraba en grande la Navidad. Todo era alegría en aquel lugar. Pero en el cuarto, el niño enfermo seguía durmiendo. Una leve sonrisa se dibujaba en su rostro. Estaba contento porque sabía jugar al ajedrez. En sus sueños gritaba de emoción, corría y se divertía. Ya podía correr sin ningún dolor. El deseo pedido durante la noche se le había cumplido.

         Una joven señora entró al cuarto llevando en sus manos la medicina. Tenía que dársela muy temprano en la mañana. Trató de despertar al niño enfermo, pero él, no respondió. Siguió soñando para siempre y cabalgando en su caballo de ajedrez.

Camino a la muerte (Cuento)


La pesada urna iba carcomiendo poco a poco el hueso bajo la carne. El hombre, a duras penas, resistía la larga caminata. Habían salido del rancho con el pesado cuerpo del difunto sobre los hombros, por la polvorienta y solitaria carretera que llevaba a la iglesia del pueblo, pero ésta, se encontraba a varios kilómetros, haciendo el camino casi interminable.

           A cada metro recorrido, el hombre sentía con mayor desesperación como se le hundía la madera del féretro en la carne viva, y, a medida que pasaba el tiempo, el peso aumentaba más y más, como si en vez de carne y huesos, cargaran piedras en el ataúd.

          -»El camino es largo, pero ya estamos cerca», se le oyó decir a uno que iba en la parte posterior de la urna. José Vicente, que llevaba todo el peso del muerto en la parte delantera, pareció no escuchar el comentario. Si era cierto aquello de que en esta vida se pagan todas las cosas malas, habidas y por haber, a José Vicente como que le había llegado el momento justo de responder por todo lo malo que había hecho, porque el sufrimiento que sentía al llevar en su hombro sangrante el  pesado cuerpo del muerto, era uno de los mayores tormentos que había vivido, y si no hubiera sido por el bendito compromiso que había contraído días antes con el mismo difunto, no estaría pasando aquellas penurias.

          -»Me lo tienes que prometer», le había dicho José Antonio momentos antes de morir. «Me tienes que prometer que tú mismo me llevarás en tus hombros hasta el mismísimo cementerio para que me des el último adiós». «Sí. Te lo prometo», le había respondido secamente.

          Y así había sido. Del rancho donde había muerto José Antonio hasta el cementerio, se medían exactamente 5 kilómetros. Y todo el camino era de tierra. Ningún árbol en la orilla del camino al cual arrimarse para protegerse del inclemente sol, y, aquel día, había sido el más caluroso de todos. Ni siquiera un vaso de agua para refrescar la garganta. ¿Pero quién iba a acordarse de llevar un vaso con agua? «Ya estoy loco», se dijo. «Si muero, no me daré cuenta porque ya estaré loco», se volvió a decir mientras trataba de adivinar alguna imagen que se pareciera a una iglesia en la lejanía.

          Mientras los demás hombres se intercambiaban de puesto para cargar la urna e ir descansando de rato en rato, José Vicente soportaba con firmeza el cansancio y el inmenso dolor que ya le producía su hombro inflamado y sangrante. En su boca reseca ya no había saliva sino barro por el polvo que se levantaba en la procesión. La cerró y así la mantuvo por el resto del camino. Sus ojos ya no veían la ruta, era como si hubiese programado su cerebro y sus piernas al mismo tiempo, para que funcionasen mecánicamente sin tener él que pensar en el camino.

          «¿Cómo será la muerte?», pensó sin querer. Pero siguió pensando en ello; a lo mejor sería mucho más placentero que estar vivo. Por lo menos, no tendría que pasar por la penuria de cargar con un muerto durante cinco kilómetros como lo estaba haciendo ahora. «Si no le hubiera prometido nada», se increpó, y fue cuando nuevamente volvió a la realidad: aún faltaba mucho trecho por recorrer.

          Transcurrió una hora más de camino, y José Vicente no volvió a pensar. El dolor, que momentos antes había sido insoportable, ahora, había desaparecido. Hasta por un momento llegó a tener la sensación de que el camino era mucho más agradable que antes, como si estuviera caminando en las nubes. El calor ya no le hacía efecto y ya no le molestaba para nada el polvo que se levantaba por los pasos de los acompañantes del difunto.

          La pequeña y humilde capilla se hizo visible y todo transcurrió muy rápido. La procesión entró al cementerio y fueron directo al sitio donde estaba esperando el hoyo que unos obreros se habían apresurado en cavar cuando se supo de la muerte de José Antonio.

         Y cuando la urna pisó el fondo de la fosa, él también cayó. Muchos dijeron que ya estaba muerto antes de caer al hoyo. Otros fueron más supersticiosos y dijeron que ya estaba muerto, incluso, antes de cargar con la urna. Pero la gran mayoría había coincidido en que José Vicente había muerto el mismo día en que murió su hermano gemelo José Antonio.

Paredón (Cuento)


Hugo estaba frente al pelotón de fusilamiento. Una gota de sudor bajó lentamente por su frente, se detuvo unos segundos en una de sus pestañas llenas de polvo y cayó rauda sobre la nariz; siguió bajando y se depositó en sus labios. La sintió amarga. Tan amarga como su vida. Dos gotas más emprendieron el mismo camino y saboreó nuevamente la sal de sus penas.

         «¿Por qué se suda tanto antes de morir?», se dijo a sí mismo.

         «Creo que son como las cinco de la mañana y estoy sudando a chorros... ¿Serán los síntomas de la muerte?», se volvió a decir, reflexionando sobre el terrible momento en que se encontraba. Seis hombres estaban alineados al frente. Todos eran jóvenes. Quizás, todavía unos niños con juguetes que hacían fuego y mataban gente, pero que al final, les era muy divertido. A lo mejor, nunca habían tomado conciencia si matar personas era o no importante. Para ellos, lo único importante era obedecer los mandatos, y, el de esa mañana había sido muy claro: «¡Fusilen al prisionero!».

         Hugo lo había escuchado en boca del Comandante: «¡Maten a ese bastardo!. Lo quiero muerto para las seis de la mañana. Gasten todas las balas que sean necesarias, y si sigue pataleando cuando esté en el suelo... ¡lo rematan!».

         No había piedad alguna en las palabras del alto militar. No vio su cara cuando escuchó la sentencia pero pudo imaginársela llena de crueldad y odio.

El país estaba convulsionado. El alzamiento militar había provocado el derrocamiento del Presidente y, éste, había huido al extranjero. Se dijo que el mismo Presidente sabía del golpe y tenía todo listo para el viaje sin retorno, lo que fue considerado como una traición por parte de sus más allegados colaboradores, quienes apresados y llevados a campos de concentración, fueron fusilados uno a uno.

         Hugo, estaba ahora en uno de aquellos campos. Vio como un grupo de soldados cargaba con varios cuerpos ensangrentados que colocaron en unos camiones como si fueran sacos de papas.

         «Allí estaré yo dentro de poco».

         El camión arrancó dejando una estela de polvo con sabor a muerte en plena alborada. Otro grupo de soldados llegó con el mismo cargamento. «¿Quiénes eran éstos?» preguntó una voz en la oscuridad. «Los que trabajaban en la gobernación. La mayoría eran secretarias». «Prostitutas, querrás decir» y una infernal carcajada rompió la tranquilidad del silencio.

         Cada una de aquellas palabras retumbó en el pecho de Hugo, que no daba crédito a tanta crueldad. «Son unos asesinos, ¿Por qué tienen que matar al personal de esos organismos que son inocentes de tanta corrupción en este país. ¡Diablos!... ¿Dónde está el maldito presidente?».

         «Tengo que sobrevivir para evitar tantas muertes inocentes. ¿Es que acaso no les basta con matar a los corruptos y ladrones de esta nación?

         -¡Oiga sargento!. ¡Por favor!. Escúcheme. ¿Me podría conceder un último deseo?. ¡Sargento...! ¿Me escuchó?.

         -Tengo un hijo que es militar como ustedes ¿Sabe?. Está en San Fernando de Apure. Es subteniente. ¿Lo podría llamar para que hable con el Comandante y me perdone la vida. Le juro que nunca he robado ni medio a este país.

         -Sargento, ¿me escuchó?. Quiero que llame a mi hijo antes de que me fusilen. ¡Por favor!. El les podrá decir que soy inocente, que siempre estuve en contra de la corrupción. Claro, sí sabía quienes eran, pero les juro que nunca formé parte de ese grupo. ¿Por qué tienen que matarnos a los inocentes de todo eso?.

         «Bueno, a decir verdad, una que otra vez tuve alguna ganancia extra, pero comparándolo con los de arriba, no significaba nada. Además, no tienen pruebas en mi contra, por lo que si mi hijo llama al Comandante, creo que me perdonará la vida.»

         -Sargento... ¿Está usted ahí?. Ya le dije que yo también pertenezco a la gran familia de la milicia porque tengo un hijo que es subteniente...

         -¡Callen a ese bastardo!, dijo el sargento con voz grave.

         -¡Por favor, sargento, tiene que escucharme. Déme una oportunidad. Todo lo que tengo se los puedo dar ahora mismo, si quieren, pero llame a mi hijo y le dice que estoy a punto de morir por órdenes de su comandante...

         El sargento se acercó al prisionero y lo golpeó con la culata del fusil en el estómago. Hugo sintió que el alma se le iba. La sangre subió a borbotones y la escupió por la boca y la nariz. Le vino un acceso de tos y la siguió escupiendo. El mareo se fue disipando pero el sargento permanecía al frente con el fusil amenazando su golpeado estómago.

         -¿Cómo se llama su hijo?, preguntó el militar sin inmutarse.

         -Qué...¿cómo se... lla... ma?

         -Sí, ya me escuchaste...¿Cómo se llama tú hijo?.

         -Se llama..., él se llama...

         -¿No sabes como se llama tu propio hijo?, increpó el sargento.

         -Sí sé, se lo juro que yo lo sé, pero con este golpe, todo se me ha olvidado.

         El sargento volvió a descargar el fusil en el estómago del prisionero. Esta vez, perdió casi el sentido. El aire se fue de sus pulmones. No pudo llevarse las manos al cuerpo, porque las tenía encadenadas al poste de la muerte. Vomitó. La sangre bañó todo su cuerpo y la ropa del sargento. Este, levantó el fusil para disparar. Apretó el gatillo lentamente, pero se arrepintió. Eran las 5:40 de la mañana.

 

         -De manera que no se acuerda cómo se llama su hijo. Es un verdadero hijo de perra, dijo el Comandante. Agarró un fino tabaco cubano del escritorio y lo encendió. El humo, fue a parar a la cara del sargento.

         El Comandante era joven. Tendría unos 35 años y ya era coronel del Ejército. Se había sumado a los golpistas y en poco tiempo, se convirtió en uno de los líderes. Por eso era el Comandante ejecutor de los traidores a la Patria.

         -Dice que su hijo es subteniente y que está en San Fernando de Apure, informó el sargento. Usted debe conocerlo señor, porque usted fue comandante de ese regimiento.

         -Por supuesto, dijo el Comandante. Lo conozco muy bien. Dile al prisionero que hablaré con él a las 5:50.

         -Entendido, mi Comandante.

 

         Hugo levantó la cabeza cuando llegó el Comandante. Hizo un esfuerzo sobrehumano para sonreír pero el dolor que sentía en la costilla rota se lo impedía, sin embargo, trató de convencer al duro hombre que tenía enfrente.

         -Mi hijo es subteniente, ¿Sabe?... ¿Por qué no lo llama?... estoy seguro que él me ayudará.

         -Así que su hijo es subteniente, dijo el Comandante con una leve sonrisa en el rostro.

         -¡Sí, sí... es subteniente!.

         ¿Y dónde dijo que estaba?

         -En San Fernando de Apure, me parece.

         -¿No está seguro?

         -Sí, sí, estoy seguro.

         -Pero no lo conoces...¿Verdad?

         -¿Quién le dijo eso...?

         -¡Responde miserable!. ¿Conoces o no conoces a tu hijo?

         -No, no lo conozco.

         -Entonces, ¿Cómo crees que te va a ayudar si ni siquiera lo conoces?

         -¡Es mi hijo!. ¡Por el amor de Dios, es mi hijo!. Y usted tiene que llamarlo.

         -¿Se acuerda usted de Josefina Perales?

         -Claro que sí, es la madre de mi hijo... pero ¿quién le dió a usted esa información?. Yo...

         -¡Cállese prisionero! y escuche muy bien lo que le voy a decir. Yo conocí a Josefina Perales, la misma que un día creyó en sus mentiras y sus promesas. Esa joven que se llenó de ilusiones porque lo había conocido a usted. Un buen día supo que estaba embarazada y corrió a su lado para darle la noticia y pedirle que se casara con ella. Pero el joven político con aspiraciones no la escuchó. Le dio la espalda y le dijo que abortara porque a él no le interesaba ese niño, ni ella tampoco. Lo más importante para él era su carrera, la ambición, el dinero, el poder. Ella se destrozó. Su familia la corrió de la casa y pasó días enteros sin comer, durmiendo en la calle, en los basureros, buscando algo con que alimentarse, hasta que una viejita la recogió y la ayudó. Le dio de comer y la cuidó. Los meses pasaron y vino al mundo un robusto varón al que dio el mismo nombre de su padre, porque a pesar de todo, el rencor había desaparecido de su corazón. Más aún, no tenía corazón. El niño creció en la miseria y su padre nunca lo conoció. Su madre trabajó duro para mantenerlo. Trabajaba día y noche, lavando aquí, planchando allá, haciendo de mesonera, de barrendera... hasta que enfermó y murió. El pequeño fue llevado a un orfanato y sería imposible contarle las cosas horribles que vivió en ese lugar, hasta que se hizo hombre y comenzó a trabajar y a estudiar, pero con una idea fija en la cabeza: encontrar algún día a su padre.

         -¿Por qué me cuenta eso?... ¿Por qué?, dijo Hugo sollozando.

         -Porque usted nunca se preocupó de ese hijo que una vez procreó. Porque ni siquiera se enteró de las calamidades que sufrió esa pobre mujer por su culpa. Pero su hijo se salvó y se formó como un hombre llegando a San Fernando de Apure convertido en todo un oficial del Ejército, un subteniente, como usted mismo lo dijo. Pero ese subteniente llegó a ser coronel y después... ¡se convirtió en comandante!.

         El Comandante miró fijamente a los ojos del hombre. Vio como temblaba de pies a cabeza. Sudaba copiosamente, pero no sintió lástima por él. Observó su reloj de pulsera y las agujas marcaban las 6 en punto. Dio la espalda y se retiró. Seis balas rompieron el silencio y destrozaron la cabeza del hombre.