lunes, 31 de agosto de 2009

Sueños en Nochebuena (Cuento)


El niño miraba fijamente el viejo tablero de ajedrez que estaba en la mesita, al lado de su chamuscada y polvorienta cama. No se podía imaginar cómo aquellas figuras, tan extrañas para él, habían cautivado la atención y la admiración de su mejor amigo, ahora fallecido.

         Acordándose entonces del amigo se lo imaginó: «El ajedrez es mi vida», solía decirle en aquellas tardes cuando iban juntos al parque, en busca de infantiles aventuras. Pero nunca se decidió a estudiar y comprender los secretos de aquel juego por considerarlo tonto y aburrido.

         -Si hubiera aprendido las lecciones de Aníbal, -se dijo- y una lágrima rodó por su mejilla. Eran las seis de la tarde del 24 de diciembre. Sentía dolores por todo el cuerpo. Había perdido la cuenta de los días que pasaron desde que se había tumbado en aquella cama.

         Tan pocos años de edad y tantos sufrimientos. Su mejor amigo, el amigo del alma, el de las travesuras que hicieron que fueran tan felices, ya no estaba con él. Lo había dejado solo; con los recuerdos atormentándole la mente por no haber aprendido a jugar al ajedrez.

         Hacía un año exactamente que había muerto. Aquel 24 de diciembre pasado, fue nefasto para él. No supo cuantas lágrimas derramó allí, al lado del pequeño cuerpo y, aguantando los pisotones y regaños de los adultos que no comprendían que ese niño sin vida, que estaba en la urna, había sido su mejor amigo, su hermano de toda la vida, como lo habían jurado meses antes.

         «El ajedrez es mi vida», volvió a recordar y las lágrimas se desprendieron en mayor cantidad. Los dolores continuaban. La noche iba cayendo lentamente. Desde su lecho, podía observar las estrellas que brillaban ahora con más intensidad. La luz de la luna se reflejó entonces en el viejo tablero, herencia de su mejor amigo. Hubiese querido ir a la tumba, pero no podía. Sus piernas ya no respondían como antes.

         Observó como cada pieza en el tablero se iba iluminando. Qué le pediría esa noche al Niño Jesús. Era Noche Buena y, desde su mugriento cuarto, podía escuchar los ruidos de la calle. Quiso escribir una carta pero se acordó que no tenía papel ni lápiz. No importaba. El Niño Jesús sabía perfectamente lo que él quería. Estaba seguro que no le fallaría. En todo caso, se había portado bien durante todo el año.

         Cerró los ojos y navegó con sus pensamientos en el mar de los sueños. Aníbal llegó a su lado y le mostró de nuevo el tablero. «Tienes que dejar de ser perezoso y aprender a jugar», le dijo.

         «Sí, ahora sí estoy dispuesto a hacerlo», le respondió.

         Las horas pasaron inadvertidas. Los peones, caballos, reyes, damas, alfiles y torres desfilaron por su mente con sus respectivos y singulares movimientos.

         «Ten siempre presente que hay que proteger primero al rey y luego atacar al enemigo», le explicaba Aníbal a su amigo.

         «El ajedrez es como la vida. Los problemas que confrontamos en el juego, a veces se nos parecen tanto a los problemas cotidianos que uno aprende a analizarlos y enfrentarlos, como si se tratara del mismo juego».

         «Siempre he dicho que eres muy inteligente», expresó el niño enfermo, alabando a su amigo Aníbal.

         «Si yo fuera como tú -dijo- aprendería a resolver todos mis problemas como lo haces en el ajedrez».

         «Es cuestión de práctica, tú también eres muy inteligente. Has aprendido muy rápido, pero para estar seguro, repíteme paso a paso lo que te he enseñado».

         «Bien, si así los quieres, te lo voy a repetir. Ya verás como algún día te ganaré una partida. En primer lugar, el ajedrez se juega en un tablero de 64 casillas blancas y negras en forma alternativa. Cada jugador dispone de 16 piezas; un bando lleva las blancas y el otro las negras. El juego lo inician siempre las blancas. Las casillas que van de un jugador a otro, se llaman columnas; las que van de lado a lado se llaman filas y las hileras de un mismo color se llaman diagonales».

         «Las piezas son: un rey, una dama, dos torres, dos caballos, dos alfiles y ocho peones para cada bando. El rey se mueve una casilla cada vez en cualquier dirección, diagonal, por la fila o por la columna. La dama tiene el mismo movimiento del rey, pero sin límites de casillas, aunque no puede pasar por encima de ninguna otra pieza. La torre se mueve por las columnas y por las filas. Los caballos tienen en cambio un movimiento muy singular. Si se mueven una casilla hacia arriba o hacia abajo, tienen que desviarse a uno de los lados dos casillas. Si se mueven una casilla a cualquiera de los dos lados, tienen que desviarse arriba o hacia abajo dos casillas. Este movimiento tiene la forma de una L. Los alfiles se mueven por las diagonales, por lo que hay un alfil en cuadros negros y otro en cuadros blancos. Los peones juegan siempre hacia adelante y van colocados en la segunda fila del tablero. Para dar un jaque mate...»

         Iba a seguir hablando, pero fue interrumpido sorpresivamente por Aníbal, quien se dio cuenta de lo buen alumno que había sido.

         «Ya, ya, déjalo así. Eso es suficiente. Con un poco de práctica serás un gran jugador».

         «Ya está amaneciendo. Acuérdate que estamos en Navidad y, pediste un deseo, y, creo, que ya el Niño Jesús te trajo el regalo que querías».

         Los gallos anunciaron la llegada de la mañana. El pueblo entero celebraba en grande la Navidad. Todo era alegría en aquel lugar. Pero en el cuarto, el niño enfermo seguía durmiendo. Una leve sonrisa se dibujaba en su rostro. Estaba contento porque sabía jugar al ajedrez. En sus sueños gritaba de emoción, corría y se divertía. Ya podía correr sin ningún dolor. El deseo pedido durante la noche se le había cumplido.

         Una joven señora entró al cuarto llevando en sus manos la medicina. Tenía que dársela muy temprano en la mañana. Trató de despertar al niño enfermo, pero él, no respondió. Siguió soñando para siempre y cabalgando en su caballo de ajedrez.

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