Hugo estaba frente al pelotón de fusilamiento. Una gota de sudor bajó lentamente por su frente, se detuvo unos segundos en una de sus pestañas llenas de polvo y cayó rauda sobre la nariz; siguió bajando y se depositó en sus labios. La sintió amarga. Tan amarga como su vida. Dos gotas más emprendieron el mismo camino y saboreó nuevamente la sal de sus penas.
«¿Por qué se suda tanto antes de morir?», se dijo a sí mismo.
«Creo que son como las cinco de la mañana y estoy sudando a chorros... ¿Serán los síntomas de la muerte?», se volvió a decir, reflexionando sobre el terrible momento en que se encontraba. Seis hombres estaban alineados al frente. Todos eran jóvenes. Quizás, todavía unos niños con juguetes que hacían fuego y mataban gente, pero que al final, les era muy divertido. A lo mejor, nunca habían tomado conciencia si matar personas era o no importante. Para ellos, lo único importante era obedecer los mandatos, y, el de esa mañana había sido muy claro: «¡Fusilen al prisionero!».
Hugo lo había escuchado en boca del Comandante: «¡Maten a ese bastardo!. Lo quiero muerto para las seis de la mañana. Gasten todas las balas que sean necesarias, y si sigue pataleando cuando esté en el suelo... ¡lo rematan!».
No había piedad alguna en las palabras del alto militar. No vio su cara cuando escuchó la sentencia pero pudo imaginársela llena de crueldad y odio.
El país estaba convulsionado. El alzamiento militar había provocado el derrocamiento del Presidente y, éste, había huido al extranjero. Se dijo que el mismo Presidente sabía del golpe y tenía todo listo para el viaje sin retorno, lo que fue considerado como una traición por parte de sus más allegados colaboradores, quienes apresados y llevados a campos de concentración, fueron fusilados uno a uno.
Hugo, estaba ahora en uno de aquellos campos. Vio como un grupo de soldados cargaba con varios cuerpos ensangrentados que colocaron en unos camiones como si fueran sacos de papas.
«Allí estaré yo dentro de poco».
El camión arrancó dejando una estela de polvo con sabor a muerte en plena alborada. Otro grupo de soldados llegó con el mismo cargamento. «¿Quiénes eran éstos?» preguntó una voz en la oscuridad. «Los que trabajaban en la gobernación. La mayoría eran secretarias». «Prostitutas, querrás decir» y una infernal carcajada rompió la tranquilidad del silencio.
Cada una de aquellas palabras retumbó en el pecho de Hugo, que no daba crédito a tanta crueldad. «Son unos asesinos, ¿Por qué tienen que matar al personal de esos organismos que son inocentes de tanta corrupción en este país. ¡Diablos!... ¿Dónde está el maldito presidente?».
«Tengo que sobrevivir para evitar tantas muertes inocentes. ¿Es que acaso no les basta con matar a los corruptos y ladrones de esta nación?
-¡Oiga sargento!. ¡Por favor!. Escúcheme. ¿Me podría conceder un último deseo?. ¡Sargento...! ¿Me escuchó?.
-Tengo un hijo que es militar como ustedes ¿Sabe?. Está en San Fernando de Apure. Es subteniente. ¿Lo podría llamar para que hable con el Comandante y me perdone la vida. Le juro que nunca he robado ni medio a este país.
-Sargento, ¿me escuchó?. Quiero que llame a mi hijo antes de que me fusilen. ¡Por favor!. El les podrá decir que soy inocente, que siempre estuve en contra de la corrupción. Claro, sí sabía quienes eran, pero les juro que nunca formé parte de ese grupo. ¿Por qué tienen que matarnos a los inocentes de todo eso?.
«Bueno, a decir verdad, una que otra vez tuve alguna ganancia extra, pero comparándolo con los de arriba, no significaba nada. Además, no tienen pruebas en mi contra, por lo que si mi hijo llama al Comandante, creo que me perdonará la vida.»
-Sargento... ¿Está usted ahí?. Ya le dije que yo también pertenezco a la gran familia de la milicia porque tengo un hijo que es subteniente...
-¡Callen a ese bastardo!, dijo el sargento con voz grave.
-¡Por favor, sargento, tiene que escucharme. Déme una oportunidad. Todo lo que tengo se los puedo dar ahora mismo, si quieren, pero llame a mi hijo y le dice que estoy a punto de morir por órdenes de su comandante...
El sargento se acercó al prisionero y lo golpeó con la culata del fusil en el estómago. Hugo sintió que el alma se le iba. La sangre subió a borbotones y la escupió por la boca y la nariz. Le vino un acceso de tos y la siguió escupiendo. El mareo se fue disipando pero el sargento permanecía al frente con el fusil amenazando su golpeado estómago.
-¿Cómo se llama su hijo?, preguntó el militar sin inmutarse.
-Qué...¿cómo se... lla... ma?
-Sí, ya me escuchaste...¿Cómo se llama tú hijo?.
-Se llama..., él se llama...
-¿No sabes como se llama tu propio hijo?, increpó el sargento.
-Sí sé, se lo juro que yo lo sé, pero con este golpe, todo se me ha olvidado.
El sargento volvió a descargar el fusil en el estómago del prisionero. Esta vez, perdió casi el sentido. El aire se fue de sus pulmones. No pudo llevarse las manos al cuerpo, porque las tenía encadenadas al poste de la muerte. Vomitó. La sangre bañó todo su cuerpo y la ropa del sargento. Este, levantó el fusil para disparar. Apretó el gatillo lentamente, pero se arrepintió. Eran las 5:40 de la mañana.
-De manera que no se acuerda cómo se llama su hijo. Es un verdadero hijo de perra, dijo el Comandante. Agarró un fino tabaco cubano del escritorio y lo encendió. El humo, fue a parar a la cara del sargento.
El Comandante era joven. Tendría unos 35 años y ya era coronel del Ejército. Se había sumado a los golpistas y en poco tiempo, se convirtió en uno de los líderes. Por eso era el Comandante ejecutor de los traidores a la Patria.
-Dice que su hijo es subteniente y que está en San Fernando de Apure, informó el sargento. Usted debe conocerlo señor, porque usted fue comandante de ese regimiento.
-Por supuesto, dijo el Comandante. Lo conozco muy bien. Dile al prisionero que hablaré con él a las 5:50.
-Entendido, mi Comandante.
Hugo levantó la cabeza cuando llegó el Comandante. Hizo un esfuerzo sobrehumano para sonreír pero el dolor que sentía en la costilla rota se lo impedía, sin embargo, trató de convencer al duro hombre que tenía enfrente.
-Mi hijo es subteniente, ¿Sabe?... ¿Por qué no lo llama?... estoy seguro que él me ayudará.
-Así que su hijo es subteniente, dijo el Comandante con una leve sonrisa en el rostro.
-¡Sí, sí... es subteniente!.
¿Y dónde dijo que estaba?
-En San Fernando de Apure, me parece.
-¿No está seguro?
-Sí, sí, estoy seguro.
-Pero no lo conoces...¿Verdad?
-¿Quién le dijo eso...?
-¡Responde miserable!. ¿Conoces o no conoces a tu hijo?
-No, no lo conozco.
-Entonces, ¿Cómo crees que te va a ayudar si ni siquiera lo conoces?
-¡Es mi hijo!. ¡Por el amor de Dios, es mi hijo!. Y usted tiene que llamarlo.
-¿Se acuerda usted de Josefina Perales?
-Claro que sí, es la madre de mi hijo... pero ¿quién le dió a usted esa información?. Yo...
-¡Cállese prisionero! y escuche muy bien lo que le voy a decir. Yo conocí a Josefina Perales, la misma que un día creyó en sus mentiras y sus promesas. Esa joven que se llenó de ilusiones porque lo había conocido a usted. Un buen día supo que estaba embarazada y corrió a su lado para darle la noticia y pedirle que se casara con ella. Pero el joven político con aspiraciones no la escuchó. Le dio la espalda y le dijo que abortara porque a él no le interesaba ese niño, ni ella tampoco. Lo más importante para él era su carrera, la ambición, el dinero, el poder. Ella se destrozó. Su familia la corrió de la casa y pasó días enteros sin comer, durmiendo en la calle, en los basureros, buscando algo con que alimentarse, hasta que una viejita la recogió y la ayudó. Le dio de comer y la cuidó. Los meses pasaron y vino al mundo un robusto varón al que dio el mismo nombre de su padre, porque a pesar de todo, el rencor había desaparecido de su corazón. Más aún, no tenía corazón. El niño creció en la miseria y su padre nunca lo conoció. Su madre trabajó duro para mantenerlo. Trabajaba día y noche, lavando aquí, planchando allá, haciendo de mesonera, de barrendera... hasta que enfermó y murió. El pequeño fue llevado a un orfanato y sería imposible contarle las cosas horribles que vivió en ese lugar, hasta que se hizo hombre y comenzó a trabajar y a estudiar, pero con una idea fija en la cabeza: encontrar algún día a su padre.
-¿Por qué me cuenta eso?... ¿Por qué?, dijo Hugo sollozando.
-Porque usted nunca se preocupó de ese hijo que una vez procreó. Porque ni siquiera se enteró de las calamidades que sufrió esa pobre mujer por su culpa. Pero su hijo se salvó y se formó como un hombre llegando a San Fernando de Apure convertido en todo un oficial del Ejército, un subteniente, como usted mismo lo dijo. Pero ese subteniente llegó a ser coronel y después... ¡se convirtió en comandante!.
El Comandante miró fijamente a los ojos del hombre. Vio como temblaba de pies a cabeza. Sudaba copiosamente, pero no sintió lástima por él. Observó su reloj de pulsera y las agujas marcaban las 6 en punto. Dio la espalda y se retiró. Seis balas rompieron el silencio y destrozaron la cabeza del hombre.
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