lunes, 31 de agosto de 2009

El Cielo debe estar lleno de niños pobres (Cuento)


La emergencia del Hospital de Valera, desde hace algún tiempo, está adornada por la incógnita sonrisa de un harapiento muñeco de trapo. Este muñeco, permanece clavado en una de las paredes de la amplia habitación como emulando la imagen del Cristo crucificado. La gente ignora quién lo colocó allí por lo que se desconocen los motivos que indujeron a su dueño a colgarlo en lo alto de la pared. La habitación en referencia, está ubicada en la parte final del pasillo donde recluyen a los niños que llegan en busca de atención médica. La primera vez que lo vi, llamó tan poderosamente mi atención que, desde entonces, no pude pensar en otra cosa sino en el condenado muñeco.

          Todo comenzó cuando un buen día, de esos que nunca faltan, estaba de excursión con unos amigos en uno de los ríos cercanos a nuestra ciudad, cuando de repente escuchamos el doloroso grito de una mujer. Nos acercamos, un poco temerosos, hasta que la vimos. No cesaba de llorar y tenía un niño en sus brazos. La mujer tendría unos 25 años, pero se notaba en ella, fácilmente, que los pocos años de su vida le habían afectado bastante, porque aparentaba mucho más edad de la que en realidad tenía. El niño, que para entonces no expresaba ningún movimiento ni reacción, parecía estar como muerto, cosa que nos paralizó la sangre al ver tan dramático espectáculo y nos llevó a pensar inmediatamente en lo peor. No sabíamos qué hacer. Nos mirábamos las caras una y otra vez, perplejos, confundidos, pero con un gran sentimiento de dolor.

          Como autómatas, nos acercamos hasta donde estaba la mujer, frente a un destartalado rancho, como los muchos que abundan en los alrededores de la ciudad, y nos dimos cuenta que si el niño no había muerto, estaría muy cerca de estarlo, porque la madre, en su desesperación, lo apretaba más y más contra su pecho, como tratando de soplarle su propia vida a través del llanto.

          Cuando por fin logramos calmar a la joven madre y convencerla de que había que llevar al niño inmediatamente hasta un centro hospitalario, emprendimos el viaje de regreso hasta el sitio donde habíamos estacionado el vehículo, y, sin perder tiempo, nos fuimos rumbo al Hospital Central de Valera. En mi vida había logrado alcanzar tanta velocidad al conducir un carro. Cada segundo que pasaba era un siglo de desesperación. Pero con la certeza de que aún el infante estaba vivo, imprimía mayor velocidad a la máquina.

          Llegamos al cabo de unos minutos a la emergencia del hospital y en seguida trasladamos al pequeño a través del frío pasillo en  busca de ayuda.  Un joven médico, al ver la desesperación de la mujer corrió hacia nosotros y tomó al niño en sus brazos para colocarlo luego en una camilla manchada que estaba al lado de una de las paredes del pasillo. Con su peculiar profesionalidad, comenzó a examinarlo, llamando a una de las enfermeras para que le inyectara no se que cosa al moribundo niño. La enfermera cumplió al instante con lo ordenado por el galeno pero el pequeño seguía igual, inmutable, totalmente paralizado. ¿Serían inútiles los esfuerzos que habíamos hecho para salvarle la vida? Un sudor frío recorría todo mi cuerpo al pensar en la muerte. Pero siempre había una esperanza y no podía ser posible que un ser tan pequeño e inocente como aquel niño, de quien ni siquiera sabíamos el nombre, muriera sin llegar a conocer el mundo.

          «Este pequeño está muy mal», le escuché decir al médico, mientras la respuesta de la madre fue un aterrador grito que paralizó por completo el corazón de cada una de las personas que en ese momento estaban en la emergencia. «Sin embargo, tiene muchas esperanzas de salvarse si actuamos con rapidez. Hay que hacerle algunos exámenes para determinar qué es lo que realmente tiene”, volvió a decir en tono esperanzado.

          Dicho esto, el pequeño fue trasladado a otra habitación y mudado a una cama de mayor dimensión, mientras las enfermeras le insertaban una aguja para introducirle lo que me imaginé era un suero especial para tratar de recuperarlo. Fue entonces cuando vi el muñeco en lo alto de la pared. Estaba precisamente encima del niño que yacía inconsciente en la cama.

          No sabría decir en ese momento qué fue lo que me impresionó tanto del muñeco, si su aspecto mugre y abandonado o la sonrisa tan tierna que expresaba. Por un momento llegué a pensar que el muñeco estaba mirando fijamente al niño recién llegado, y hasta creo, que noté cierto cambio en su expresión. Pero no, era imposible, sólo era mi imaginación y la agitación que me envolvía en aquel angustioso momento de saber si el pequeño se salvaría o no.

          «El niño está muy mal», le escuché decir nuevamente al médico a quien se le iban acumulando poco a poco las gotas de sudor en la frente, como si se estuviera derritiendo al sentirse incapaz de salvar a aquel ser indefenso. Miró a la madre que estaba pegada a la pared como implorando por un milagro, y en esa mirada creí adivinar que no había nada que hacer. Susurró algo a la enfermera que estaba a su lado y ésta respondió que la presión sanguínea estaba muy baja, aunque no estoy seguro si en verdad lo escuché o simplemente lo leí en sus labios.

          El joven galeno salió apresuradamente de la habitación en busca de algo y la enfermera fue a darle consuelo a la madre que aún permanecía estática en la pared, gimiendo y sollozando de vez en cuando. De nuevo miré al muñeco en lo alto, y en mi imaginación, creí ver, una vez más, como la expresión tierna que tenía cuando entré al cuarto, le regresaba al rostro. Nuevamente sentí que un escalofrío recorría todas mis venas, como si de repente, una corriente de aire frío hubiese entrado por el pasillo, congelándolo todo a su paso. Instintivamente retiré la mirada del muñeco y me acerqué entonces a la cama para ver al pequeño más de cerca.

          Era un niño como de unos dos años, de color moreno, con el pelo bastante lacio. A simple vista noté que estaba respirando, pero no sabíamos por cuanto tiempo. Llevaba un pantaloncito de color azul, todo mugriento y roto a la altura de los muslos. También llevaba puesta una camisa que en algún tiempo fue blanca y presentaba algunas manchas de plátano, lo que me hizo suponer que sus padres eran agricultores y de muy bajos recursos económicos. Estaba descalzo cuando lo trasladamos al hospital.

          Mientras miraba al niño, pensaba en mi infancia. Qué dura es la vida para un pequeño cuyos padres no tienen a veces ni con qué comer. Cuántas noches de hambre habría pasado aquel pobre muchachito antes de llegar al estado de gravedad en que se encontraba. Su madre, quizás era analfabeta y su padre... no, tal vez ni padre tenía. A lo mejor ni se había enterado de que su hijo se estaba muriendo.

          Los minutos se hicieron eternos y el médico no regresaba  o, quizás, sólo pasaron unos segundos que me parecieron siglos mientras observaba al niño. Pero mientras yo estaba concentrado en mis cavilaciones, el pequeño moribundo abrió los ojos y sonrió sin sorpresa alguna. Ni que decir que el corazón me comenzó a latir a una velocidad increíble, al pensar que sería una última reacción antes de morirse, pero no fue así. El infante movió las manos, luego los brazos y miró en todas direcciones, como buscando a su madre o a alguien conocido.

          La enfermera, que hasta ese momento había estado junto a la mamá del chiquillo, fue la que reaccionó con sorpresa cuando vio al niño jugueteando en la cama y sonriendo con el muñeco que estaba en lo alto de la pared. La madre, al darse cuenta de lo que estaba pasando, prácticamente saltó encima del niño para abrazarlo y besarlo en un momento de intensa agitación.

          «¡Es un milagro, un verdadero milagro!», decía la enfermera una y otra vez, y la madre lloraba y lloraba, pero ahora, de alegría.

           Aunque parezca extraño, yo todavía no salía de mi asombro. ¿Había ocurrido realmente un milagro? Mi perplejidad aumentó aún más cuando llegó el médico con un montón de aparatos que supuestamente utilizaría para reanimar al niño, pero cuál no sería su sorpresa al ver al pequeño jugando con su feliz madre que no le quedó otra alternativa que tirar todo al suelo para verificar una vez más el estado físico del chiquillo.

          Según nos dijo, el pequeño José -así se llamaba el bebé- no tenía absolutamente nada, pero unos minutos antes, había presentado un cuadro crítico de neumonía, por lo que dudaba que pudiera salvarse, y, ahora, no se explicaba qué había ocurrido para que desaparecieran por completo los síntomas. «Tendré que pedir vacaciones», nos dijo un tanto atribulado. «Debe ser el cansancio que nos tiene a todos locos», dijo, como si hablara consigo mismo.

          Mis pensamientos se dirigieron nuevamente hacia el muñeco en la pared. Era evidente que estaba sonriendo y era increíble la semejanza que tenía con el nené que hacía poco se estaba muriendo. Me preguntaba en ese momento si era una simple casualidad.

          El tiempo pasó y no volví a ver a la joven madre y a su hijo desde aquel entonces. Pero la impresión que me había quedado con el muñeco no pudo desaparecer. Noche y día pensaba en él. En sueños lo veía reírse y no me explicaba qué misterio encerraba y qué significaba.  Muchas noches desperté asustado ante la insistente visión.  Era como una obsesión y tuve que regresar al hospital para volver a verlo.

          Allí estaba, con su ropa harapienta y la misma sonrisa tierna de siempre. No había nadie en la cama que estaba bajo su mirada, pero a los pocos instantes, llegó un niño casi destrozado, parecía como si un vehículo lo hubiese atropellado. Aquello se convirtió, en pocos minutos, en un verdadero infierno. El niño, que tendría unos 6 años, estaba bañado en sangre y sus piernas estaban completamente dobladas. No había duda de que había sido atropellado por un carro y esto lo pude corroborar cuando una de las personas que lo trajeron le dijo al médico que lo atendía que había sido víctima de un arrollamiento en la calle, mientras trataba de agarrar una pelota que se le había escapado de las manos.

          La atención fue inmediata y efectiva, pero según pude escuchar, no habían muchas esperanzas de salvarle las piernas. «Hay que intervenirlo de inmediato, aunque hemos logrado estabilizarlo tenemos que hacer lo posible por salvarle las piernas», había dicho uno de los doctores, pero otro, con más pesimismo, le había respondido: «Creo que todos los esfuerzos que se hagan serán inútiles, las tiene totalmente destrozadas». Los médicos se alejaron para preparar el pabellón de operaciones, pero antes, ordenaron a los familiares que despejaran la habitación para poder actuar con mayor facilidad. Todos salieron, entre lamentos y sollozos, pero yo me quedé un rato más en la puerta observando al muñeco que parecía estar mirando al pequeño. Y sucedió lo imprevisto. El niño abrió los ojos, movió sus brazos, movió sus piernas, que ahora estaban totalmente derechas y sonrió con el muñeco. No lo podía creer. ¿Estaba soñando o era realidad? Me alejé rápidamente de aquel lugar. Ahora estaba más confundido que nunca, pero no quise saber nada más de aquel misterioso muñeco y su enigmática sonrisa.

          Los años pasaron y por fin me olvidé de aquellos incidentes. Me casé y mi esposa tuvo un hermoso varón, a quien decidimos llamar José. Un día, de esos comunes y corrientes, llegué a nuestra residencia y no encontré a mi esposa ni al niño. Una escuálida nota estaba en la mesa del comedor donde decía que me habían estado ubicando durante todo el día y no había sido posible, ya que el niño estaba muy mal y se temía lo peor. Al final de la nota estaba la dirección de la clínica y sin pensarlo dos veces fui en busca de mi familia.

          Las cosas estaban muy mal. Según los médicos, el niño, que para entonces tenía dos años, estaba atravesando una etapa bastante crítica. Afortunadamente, no ocurrió nada fatal, pero el niño no se recuperaba de su rara enfermedad. No hubo clínica en la ciudad que no visitáramos en busca del médico que quizás nos podía ayudar a buscar la solución a la enfermedad del pequeño, pero todos los esfuerzos fueron inútiles. Lo llevamos a los mejores centros hospitalarios del país y la respuesta de los especialistas era la misma: «Ninguna esperanza por ahora, sólo confiar en Dios y en un milagro» decían. El sufrimiento era tal, que mi esposa casi no comía. Parecía un esqueleto ambulante, y me imagino que yo reflejaba lo mismo, porque en nuestras entrañas y en nuestras mentes sólo había un deseo: salvar a nuestro hijo.

          Un buen día, cuando todos los recursos de que disponíamos se habían agotado, no sé por qué motivo seguí la ruta que llevaba al río donde una vez había conseguido al niño moribundo en los brazos de su madre. Por mi mente pasaron, como si fuera una película, todos aquellos detalles que tanto me habían afectado emocionalmente. Ahora, sentía el mismo dolor, pero en carne propia, ahora, era mi propio hijo el que estaba luchando contra la muerte. ¿Qué hacer? ¿A quien acudir en tan desgraciado momento? Ya no había recursos, el dinero se había agotado, no había trabajo, no había esperanzas, no había nada, solo la desolación y un profundo dolor. Fue entonces, que cruzó por mi mente, como un relámpago en la oscuridad de la noche, como el recuerdo que jamás se olvida, como el primer amor que siempre se recuerda. Fue entonces cuando recordé al muñeco.

          Un aire de esperanza se iluminó en mi cerebro. Me pareció una idea descabellada, pero qué cosas no haría un padre por devolverle la vida a un hijo. Contra todos los inconvenientes que mi esposa opuso cuando le expliqué que quería llevar al niño a la emergencia del hospital central, por fin pude convencerla y llevarlo a donde quería. Me sentía al borde de la locura pero ya no me importaba que me dijeran loco. Quizás ya estaba demente desde hacía mucho tiempo.

          Cuando llegué a la entrada del hospital, el corazón casi me estallaba del nerviosismo, o mejor dicho, del miedo. El pequeño estaba como muerto. No se movía, no emitía ningún sonido, y parecía como si ya no quería seguir luchando por vivir. Entré al frío pasillo y fui directo a la habitación donde había estado años atrás. Cuando llegué a la puerta lo vi en lo alto. Allí estaba, como siempre había estado: harapiento, con la ropita rota y sin zapatos, pero con la misma sonrisa que tanto me impresionó. Coloqué al pequeño en la cama y fui en busca de un médico. Pero sólo Dios pudo imaginarse lo que en realidad yo quería. Conté cada paso hasta encontrar al primer médico que pudiera ayudarme. Por esas casualidades que sólo ocurren en pocas oportunidades, localicé al mismo médico que había atendido al pequeño que conseguimos en el río, pero aunque no se acordó de mí, fue muy atento y me acompañó para examinar a mi pequeño. De vuelta a la habitación, el pasillo se me hizo inmenso, demasiado largo, quizás era que no quería llegar a mi destino. Quizás, era que no quería encontrarme con la realidad y el miedo me atormentaba. El galeno siguió un poco más adelante y entró al cuarto. Yo continuaba caminando, despacio, el pasillo se hacía inmensamente largo, frío, desolado. Era como el pasillo de la muerte. El médico estuvo examinando al pequeño durante varios minutos y yo no me atreví a entrar. Al poco tiempo salió y me dijo: «En mi vida había visto a un muchacho tan sano como el suyo, vamos amigo, llévese a ese niño y no nos haga perder el tiempo, demasiados problemas tenemos aquí como para que se vengan a burlar de nosotros» y me dio la espalda alejándose un poco molesto.

          La vida me volvió al cuerpo cuando vi a mi retoño jugando en la cama y sonriendo con el muñeco. El milagro se había realizado. Y vi que el muñeco sonreía más que nunca.

          Luego de aquel prodigio, investigué todo acerca del muñeco. Hacía tiempo atrás, exactamente unos días antes de que lleváramos al niño del río a la emergencia del hospital, había estado en esa misma cama un niño pobre que recogieron en la calle, casi moribundo. Aquel niño no tenía padres y vivía de las limosnas que la gente le daba. Un día enfermó gravemente y fue internado en el hospital. Su única compañía había sido un harapiento muñeco del que nunca se desprendía. En sus momentos conscientes siempre preguntaba  a los médicos qué a dónde iban los niños cuando morían. «Al cielo, le respondían, todos los niños buenos van al cielo». «Entonces el cielo debe estar lleno de niños pobres», razonaba el pequeño. El muchacho se complicó y en medio de sus divagaciones, pedía a los médicos que no se olvidaran de su muñeco y segundos antes de morir hizo comprometer a los galenos para que lo colocaran en lo alto de la pared. Había sido su último deseo.

          Cuando revisé los libros en los archivos del hospital, me encontré con un dato curioso: desde que el muñeco había sido colocado en lo alto de aquella pared, jamás se registró la muerte de otro niño en el cuarto. Allí, se había quedado el alma de un pequeño, que después de morir, siguió luchando para que el cielo no se llenara de tantos niños pobres.

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