lunes, 31 de agosto de 2009

Muerte adsurda (Cuento)


Es absurdo lo que voy a contar, y creo, que sólo un demente como yo, podría entenderlo. Pero ahora, que estoy a pocos minutos de la muerte, el arrepentimiento me atormenta, convirtiendo en pequeños todos los dolores que he sufrido por culpa de mi osadía. Una pertinaz llovizna está cayendo sobre mi cuerpo, aplastado en el pavimento, en plena calle, a la vista de todos, mientras soy testigo presencial de mi propio entierro.

         Cuando era muy joven siempre soñé con investigar el mundo sobrenatural, los misterios de la vida, aquello que la gente sabe que existe y que no acepta por temor. Fue por ese amor a las ciencias ocultas que fui adquiriendo cuanto libro conseguía al respecto. Leía con avidez todos los temas sobre magia, relatos macabros, misas negras, sociedades secretas, el reino de Satanás, y cada vez, me interesaba más y más. Era como una obsesión todo aquello y, escapaba a mis fuerzas apartarme de tan raro pasatiempo.

         Indudablemente que experimenté, con el transcurso del tiempo, un cambio radical de personalidad. Todos los que me conocían habían notado, en cierta forma, que ya no era el mismo, que algo misterioso y desconocido había hecho de mí, otra persona.

         Poco a poco fui alejándome de las personas amigas y hasta de mi familia; pasaba horas enteras encerrado en mi habitación, y no deseaba que nadie interrumpiera mis lecturas, y créanme que nunca antes fue así.

         Uno de los temas que más me interesaba era el de poder transportarse fuera del cuerpo humano. Internamente soñaba con lograrlo algún día; separarme de mi cuerpo y viajar por los espacios sin que nadie te detuviera; conocer los secretos de la Naturaleza; el abismo entre la vida y la muerte... y como me arrepiento de haber anhelado tanto. Sólo Dios sabe el sufrimiento que ahora me embarga. Me pregunto, si con su gran sabiduría, podrá perdonarme al final de los tiempos.

         Lo que tanto había deseado en mi vida lo logré muchos años después. Ya no conocía el mundo; las personas habían envejecido muy rápido y muy poca gente , a excepción de los miembros de mi familia, se acordaban de mí.

         Como les decía, una noche cuando me disponía a dormir, ocurrió lo siempre anhelado. En verdad, no puedo explicar cómo fue el proceso, pero recuerdo muy bien que acomodé mi cabeza sobre la almohada, mirando intensamente la lámpara que iluminaba la habitación y borré todo pensamiento de mi mente. Ante mí, comenzaron a pasar luces de distintos colores y entré en sueño sin darme cuenta. A los pocos segundos sentí que me elevaba sobre la cama. Les juro que sentí un pavor increíble; un pánico intenso recorrió todo mi cuerpo. Un silencio sepulcral invadía la habitación, y logré verme tendido en la cama completamente dormido.

         Era algo insólito, a pesar de haber pasado años deseando lograr aquello, ahora, que por primera vez lo hacía, estaba muerto de miedo. Desesperadamente intenté regresar a mi cuerpo y comencé a gritar, pero estoy seguro de que nadie me escuchaba. Por fin logré regresar y recuperé la calma. Todo había pasado, estaba nuevamente en mi cuerpo y, otra vez, me atacó la obsesión de volver a hacerlo.

         Para mi desgracia, la experiencia se repitió varias veces en el transcurso de las semanas siguientes, y fui adaptándome a mi nueva forma de vida. No sólo me conformaba con «pasearme» por la habitación, sino que hacía largos recorridos por toda la casa, e incluso, comencé a realizar excursiones en la calle. Mientras yo escuchaba lo que la gente hablaba, y veía claramente lo que hacían, a mí en cambio, no me veían y ni siquiera me podían escuchar. Era muy divertido. Hasta me llegué a preguntar, en mi fantástico mundo de grandeza, dónde estaría Dios metido, y si era posible, desde mi posición, hablar con él. Creo que ya era demasiado pedir a mi osadía.

         Como en mi casa ya casi no me tomaban en cuenta, y muy pocas veces se preocupaban en llamarme para el almuerzo o para la cena, nunca se dieron cuenta de lo que me estaba pasando. Siempre pensaron que estaba durmiendo o inmerso en mis libros.

         El día nefasto llegó cuando en uno de mis paseos por el parque, que se encontraba cercano a la residencia de mi familia, me llamó la atención un hermoso gato negro, como el azabache. Sus relucientes ojos me miraban fijamente y llegué a sentir un poco de temor. ¿Cómo era posible que me estuviera mirando, si nadie podía verme en mi forma espiritual?. Pero el gato parecía no saberlo, porque cada vez, se interesaba más en mí.

         No sabía por qué, pero el pánico comenzó a crecer rápidamente. ¿Y si me alejaba de allí?. Intenté hacerlo, pero no podía. Quedé como paralizado, mientras el gato se me acercaba. Fue cuando tuve la sensación de que me atraía hacia él como si fuera un poderoso imán. El horror me invadió entonces; sentí como si aquél animal me estuviese devorando en vida, y en realidad, fue así como ocurrió. Todo fue muy rápido y no puedo explicar por qué misterio oculto, que aún no puedo comprender, mi espíritu se metió en el cuerpo del gato.

         No pude salir más de él. Se apoderó de mí de una manera tal, que llegué a sentir cada una de sus necesidades, como si fuera yo mismo. Sentí hambre, sed y hasta deseos de matar un ratón. Realmente me volví loco cuando transcurrieron las horas y no podía desprenderme de aquel cuerpo de animal. Fue cuando realmente me di cuenta de mi terrible situación: era un animal y estaba en la calle, a la intemperie; cualquier cosa me podía ocurrir, indefenso como estaba. ¿Y si no podía salirme de aquel animal? ¿Qué sería de mí?.

         Cuando llegó la noche me sentí el ser más desgraciado de cuantos han poblado este planeta. Me refugié debajo de uno de los bancos del parque a meditar sobre mi nefasto futuro.

         Una pareja de enamorados llegó en ese momento y ocupó el banco donde yo estaba. Fue ella la que primero me vio:

         _Mira, que lindo gatito, dijo. Es tan negro como la misma noche. Me imagino que se habrá perdido.

         _Sólo es un gato callejero, mi amor. Le respondió él. Y además es negro, símbolo y presagio de malos augurios. Será mejor que lo espantemos.

         Y diciendo esto, me dio un fuerte puntapié en pleno estómago, enviándome a varios metros de distancia. El dolor que sentí en ese momento fue insoportable. Creí que moriría de una hemorragia interna o algo parecido. A duras penas respiraba, y temiendo una nueva embestida de aquel salvaje, me incorporé en mis cuatro patas y me alejé lentamente en dirección a mi casa.

         Cuando llegué, descubrí con amargura que no podía entrar. Todas las puertas estaban cerradas y el perro de mi hermano Alberto, estaba suelto en el patio, y si entraba, era casi seguro que me destrozaba en un segundo. Tuve que arrinconarme en el muro del jardín con la esperanza de que alguien abriera una puerta, o una ventana que me permitiera entrar sin que me vieran.

         El dolor pasó finalmente a los pocos minutos, aunque debo confesar que fueron interminables. Minutos que se convirtieron en siglos de dolor insoportable.

         Al transcurrir la noche lentamente, el hambre me desgarraba las tripas, o mejor dicho, las tripas del gato, que ahora sentía como mías. Pero el sólo hecho de pensar en comer cualquier porquería de la calle, me daba náuseas.

         Soporté el frío, el hambre y la soledad. A media noche -creo- vi como se acercaba un gato sigilosamente hacia donde yo estaba. Caminaba despacio y con una mirada tan fija que los pelos se me pusieron de punta. No supe que hacer, si quedarme allí para «conversar» con la visita o si salir corriendo. Lo cierto fue que no tuve tiempo de reaccionar. Con la velocidad del rayo, aquel gato amarillo, con pintas negras, que lo asemejaban bastante a un tigre asesino, se abalanzó sobre mí y me atacó ferozmente.

         Sus garras arrancaban mi piel tan fácilmente como romper el papel. Si el puntapié del hombre en el parque me había producido un dolor insoportable, aquellas garras me producían una agonía peor. Tuve que huir. La sangre bañaba todo mi cuerpo y apenas podía ver el camino. Llegué nuevamente al parque. Ahora estaba solo y silencioso, y busqué refugio al pie de los arbustos. Sentía dolores por todas partes. Nunca había sentido tantos deseos de morir como aquella noche.

         Demás está decir que no pude dormir ni un solo minuto; las heridas eran profundas y había perdido mucha sangre. ¡Pero por Dios, si esa no era mi sangre!. No era mi cuerpo. Simplemente no era yo, sino un gato que tuvo la osadía de atraparme en su horrible cuerpo. Cuanto sufrimiento durante toda la noche.

         Amaneció, y apenas pude levantar la cabeza para ver el sol. Qué lindo día; qué lindo amanecer. Nunca imaginé que en la Naturaleza hubiesen cosas  tan hermosas como lo que estaba viendo, pero aún seguía siendo gato.

         Ya no sangraba pero los dolores persistían. Las horas de la mañana transcurrieron mientras yo intentaba nuevamente salir del aquel animal, pero los esfuerzos eran inútiles. Sentía como a cada minuto me adentraba más y más en el cuerpo del gato aumentando mi desesperación. Pero lo peor estaba por venir.

         Cerca del mediodía llegó una ambulancia que venía a toda velocidad y sonando la sirena a toda potencia. Se detuvo frente a la casa de mis padres y de ella bajaron dos hombres que iban vestidos como enfermeros y un hombre con paltó y corbata. Me imaginé que era doctor.

         Me acerqué lo más que pude a la casa, teniendo cuidado de no atravesarme en el camino de las personas y evitando la presencia de otros animales.

         Escuché como mi madre lloraba desconsoladamente. Mis hermanas también. Todo el mundo lloraba en aquella casa. Entonces lo escuché claramente: _Lo siento, no podemos hacer nada por él. Está muerto, sentenció uno de los hombres que había llegado poco antes en la ambulancia.

         ¡Está muerto!. Repitieron todos.

         ¿Muerto?... Imposible. Yo no estaba muerto. Estaba vivo, dentro del cuerpo del gato negro. Grité con todas mis fuerzas para que me escucharan, para que me vieran y se dieran cuenta de que yo estaba vivo. Pero nadie me entendió. De mi garganta sólo salían terribles maullidos de gato.

         Al siguiente día fue el entierro. Cuatro hombres sacaron la urna donde yacía mi verdadero cuerpo, y vi el rostro demacrado de mi madre. Mis hermanos la acompañaban dándole consuelo y con lágrimas en los ojos.

         Hice un nuevo intento de comunicarme con ellos, pero alguien me agarró por el cuello y me lanzó al centro de la calle. En ese mismo instante cruzó un camión que pasó sus ruedas sobre mi cuerpo. Quedé prácticamente aplastado sobre el pavimento, pero aún estaba vivo. Pude comprobar en ese momento que los gatos realmente tenían siete vidas.

         Mientras tanto, el cortejo fúnebre se alejaba lentamente rumbo al cementerio. Pude escuchar en la distancia los últimos lamentos de mi madre, sus últimos sollozos, mientras una llovizna comenzaba a caer en el pueblo.

         Fue lo último que vi...

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