lunes, 31 de agosto de 2009

El Paso del Mosquitero (Cuento)


Desde que lo vio entrar por primera vez a su casa, Juan Romero tuvo la extraña sensación de que aquel hombre, sería la perdición de su hija. Cuando Jéssica se lo presentó aquella tarde, ni siquiera escuchó su nombre, y apenas pudo emitir un inaudible «mucho gusto», cuando lo tuvo frente a sí y al ver que el joven le extendía la mano para estrechársela. La sintió fría como el hielo, y aquello le estremeció la sangre, llegando a sentir un odio terrible por el visitante.

         Gustavo Castellanos y su familia vivían en un pequeño pueblo llamado La Cejita, a pocos kilómetros de la ciudad de Valera. Tenía una hija, única, el alma de sus ojos, de la cual se decía que era totalmente diferente a su padre, por su carácter alegre y siempre dispuesta a colaborar con las personas, fuera cual fuera su condición social, lo que le había dado alta estima entre sus conocidos.

         Su padre, en cambio, era hombre de pocas palabras, poco dado a las reuniones sociales y exagerado en la protección de la joven, que ahora, se había convertido en una hermosa mujer de veinte años de edad.

         Su madre, era la contraposición de su padre. Se decía que era como ella, y nadie se explicaba como había llegado a casarse con un ogro como Gustavo Castellanos, pero esa unión había dado como fruto a una de las criaturas más bellas del pueblo: Jéssica Castellanos.

         No había pronunciado ni una sola palabra mientras el joven estuvo de visita en su casa. Se acordaba entonces que su hija le había pedido permiso para invitar a un amigo suyo que estudiaba periodismo en Maracaibo, y que en aquellos días pasaba las vacaciones en el pueblo. Como nunca se había negado a darle algo a la pequeña Jéssica, como él la llamaba, había accedido, pero desde ese momento, su atormentado cerebro no dejaba de pensar buscando la manera de cómo deshacer aquella relación.

         «A mi Jéssica no me la quita nadie, -se decía- y cualquiera que lo intente, pagará con su vida». Era lo que se repetía una y otra vez mientras observaba con detenimiento el rostro del visitante.

         Fue entonces cuando decidió alejarse un poco y se sentó en su butaca a ver la televisión. Desde allí los escuchaba conversar y reír de vez en cuando, al celebrar algún chiste del joven o alguna que otra ocurrencia de Jéssica. Sentía que la sangre le hervía cada vez más en las venas y no soportaba tener a aquel tipo en su propio hogar. Hogar que tanto le había costado formar, a fuerza de sacrificio y trabajo. Y ahora, este vulgar desconocido se atrevía a violar con su presencia la paz de su familia.

         No supo cuántas horas estuvo sentado allí, en su acostumbrado sitio, aguantando aquella humillación en silencio. Se levantó como un rayo y se fue directo a la cocina con una sola determinación en la cabeza: acabar cuanto antes con aquel intruso que se había atrevido a violar el sagrado calor de su hogar.

         Salió sigilosamente por la puerta de atrás y se internó en la oscuridad de la calle. No había luna aquella noche. Todo estaba en un silencio sepulcral. Una fría brisa movía continuamente las hojas de los arbustos y las nubes amenazaban con dejar caer su helado llanto sobre el pueblo. Las calles estaban tétricas debido a que no había luz en los postes del alumbrado eléctrico, lo que encajaba bien en sus planes.

         Había escuchado decir al joven que vivía en el sector llamado «Las Rurales» y sabía perfectamente que tendría que pasar por «El Paso del Mosquitero». Allí lo esperaría y ajustaría cuentas. Era un acto de justicia y, estaba convencido de ello.

         Llegó al Paso del Mosquitero, y sus ojos reflejaban el odio en la daga que momentos antes había sustraído de la cocina de su casa. Era aquel un sitio realmente tenebroso. Se hablaba en el pueblo de espantos y almas en pena que salían a media noche atemorizando a los que por allí se aventuraban a pasar solitarios para llegar a sus casas. Otros decían que había sido el sitio predilecto para enterrar a las víctimas de la peste y a los que se alzaban contra el gobierno durante la dictadura. Lo cierto era que aquel lugar se conoció como «El Pelao», muchísimo antes de que la gente comenzara a construir casas y de que el mismo Presidente de la República en persona, inaugurara las rurales que, posteriormente, le darían el nombre a la comunidad que allí se había asentado.

         No había mejor sitio que aquel para cometer un crimen. Y eso lo sabía muy bien Gustavo Castellanos. La espera no fue muy larga. La silueta del hombre se dibujó en las tinieblas de la noche y Gustavo Castellanos la reconoció enseguida. Su mano apretó con fuerza el mango de la daga, y cuando lo tuvo cerca, la filosa arma fue a estrellarse en la cabeza del hombre, partiéndosela en dos. Un chorro de sangre caliente le cayó en la cara y se encolerizó, como si fuera una fiera acorralada en una jaula. Volvió a descargar con furia la daga sobre el cuerpo inerte. Una y otra vez lo hizo, y no supo cuántas veces más. Cuando reaccionó ya no era un cuerpo lo que tenía ante sí, sino una masa sin forma humana, sangrienta, esparcida a orillas del abismo del Paso del Mosquitero.

         Reflexionó entonces, y vióse totalmente manchado con la sangre del muerto. «Ya no volverás a molestar a mi hija», se dijo, mientras una sonrisa de satisfacción se dibujaba lentamente en sus labios. La noche seguía solitaria y en tinieblas. Sólo el sonido del viento, al pasar por los árboles del abismo le daban vida a la noche. Sólo eso había sido testigo fiel de aquel abominable crimen.

         Protegido por la oscuridad, regresó a su casa y entró por la parte trasera, sin hacer ningún ruido. No estaba arrepentido. Nunca lo estuvo; en cambio, había experimentado un sentimiento de satisfacción que lo reconfortaba y por primera vez, sintió un poco de miedo. Entró calladamente a la cocina y sin pensarlo dos veces abrió el grifo del lavaplatos para lavarse las manos rojas de sangre.

         En ese instante entró a la cocina su esposa, quien al verlo ensangrentado emitió un horrendo grito que se escuchó en todo el pueblo. Al verse descubierto, se dibujó en su rostro la imagen de la muerte y supo que iba a matarla. Se acercó a ella y no le dio tiempo a nada. De un certero golpe la decapitó, y la cabeza rodó por el suelo aún con la expresión de incredulidad que puso cuando lo vio en el lavaplatos. Fue cuando pensó en su hija, no podía permitir que ella lo descubriera, más aún, sabía que no lo perdonaría. Pero quizás si le explicaba, ella entendería y se pondría de su lado. Todo lo había hecho por ella.

         Escuchó sus pasos en la escalera y comenzó a temblar de miedo. Ella entró corriendo a la cocina, porque había escuchado el grito de su madre y al no verla en su cuarto corrió de inmediato a buscarla. Pero al ver a su padre con la daga en la mano, pensó lo peor. Sus presentimientos se hicieron una rápida realidad cuando vio el cuerpo decapitado de su madre bañado en sangre en el piso. Más allá, vio la cabeza, y sintió desfallecer. Intentó retroceder lentamente, mientras el terror la invadía; las piernas no le respondían y un calor sofocante le invadía el cerebro. El supo entonces que no contaría con su hija y levantó la daga asesina mientras le decía: «Todo lo he hecho por tí, sólo por tí...»

         «¡-No papá!, ¡No lo hagas! ¡Por favor!»

         Y no tuvo piedad. Cuando la vio sangrar en el piso, no lo podía creer. ¿Cómo era posible? Había cometido tres crímenes en una sola noche y ahora no daba crédito a lo sucedido.

         «-No, no, noooooooo!...»

         -¡Papá!, ¡Despierta papá!

         -¡No, no, nooooo...! ¿Eh...? ¿Qué pasó?

         -¡Despierta papá, sólo fue un mal sueño!

         -¿Un sueño?... ¡Oh sí! ¡Qué horrible sueño tuve...!

         -Papá, te quedaste dormido en la butaca, sólo te desperté porque creí que querrías despedirte de Alberto que ya se va.

         Gustavo Castellanos, una vez que recuperó el sentido de la realidad, se levantó de su silla, pesadamente, se acercó hasta la puerta para despedir al joven visitante y le dijo:

         -Espero que se cuide jovencito. El Paso del Mosquitero puede ser muy peligroso a estas horas de la noche.

         Y dicho esto, una leve sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro; se despidió y se fue con paso firme hacia la cocina...

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