La pesada urna iba carcomiendo poco a poco el hueso bajo la carne. El hombre, a duras penas, resistía la larga caminata. Habían salido del rancho con el pesado cuerpo del difunto sobre los hombros, por la polvorienta y solitaria carretera que llevaba a la iglesia del pueblo, pero ésta, se encontraba a varios kilómetros, haciendo el camino casi interminable.
A cada metro recorrido, el hombre sentía con mayor desesperación como se le hundía la madera del féretro en la carne viva, y, a medida que pasaba el tiempo, el peso aumentaba más y más, como si en vez de carne y huesos, cargaran piedras en el ataúd.
-»El camino es largo, pero ya estamos cerca», se le oyó decir a uno que iba en la parte posterior de la urna. José Vicente, que llevaba todo el peso del muerto en la parte delantera, pareció no escuchar el comentario. Si era cierto aquello de que en esta vida se pagan todas las cosas malas, habidas y por haber, a José Vicente como que le había llegado el momento justo de responder por todo lo malo que había hecho, porque el sufrimiento que sentía al llevar en su hombro sangrante el pesado cuerpo del muerto, era uno de los mayores tormentos que había vivido, y si no hubiera sido por el bendito compromiso que había contraído días antes con el mismo difunto, no estaría pasando aquellas penurias.
-»Me lo tienes que prometer», le había dicho José Antonio momentos antes de morir. «Me tienes que prometer que tú mismo me llevarás en tus hombros hasta el mismísimo cementerio para que me des el último adiós». «Sí. Te lo prometo», le había respondido secamente.
Y así había sido. Del rancho donde había muerto José Antonio hasta el cementerio, se medían exactamente 5 kilómetros. Y todo el camino era de tierra. Ningún árbol en la orilla del camino al cual arrimarse para protegerse del inclemente sol, y, aquel día, había sido el más caluroso de todos. Ni siquiera un vaso de agua para refrescar la garganta. ¿Pero quién iba a acordarse de llevar un vaso con agua? «Ya estoy loco», se dijo. «Si muero, no me daré cuenta porque ya estaré loco», se volvió a decir mientras trataba de adivinar alguna imagen que se pareciera a una iglesia en la lejanía.
Mientras los demás hombres se intercambiaban de puesto para cargar la urna e ir descansando de rato en rato, José Vicente soportaba con firmeza el cansancio y el inmenso dolor que ya le producía su hombro inflamado y sangrante. En su boca reseca ya no había saliva sino barro por el polvo que se levantaba en la procesión. La cerró y así la mantuvo por el resto del camino. Sus ojos ya no veían la ruta, era como si hubiese programado su cerebro y sus piernas al mismo tiempo, para que funcionasen mecánicamente sin tener él que pensar en el camino.
«¿Cómo será la muerte?», pensó sin querer. Pero siguió pensando en ello; a lo mejor sería mucho más placentero que estar vivo. Por lo menos, no tendría que pasar por la penuria de cargar con un muerto durante cinco kilómetros como lo estaba haciendo ahora. «Si no le hubiera prometido nada», se increpó, y fue cuando nuevamente volvió a la realidad: aún faltaba mucho trecho por recorrer.
Transcurrió una hora más de camino, y José Vicente no volvió a pensar. El dolor, que momentos antes había sido insoportable, ahora, había desaparecido. Hasta por un momento llegó a tener la sensación de que el camino era mucho más agradable que antes, como si estuviera caminando en las nubes. El calor ya no le hacía efecto y ya no le molestaba para nada el polvo que se levantaba por los pasos de los acompañantes del difunto.
La pequeña y humilde capilla se hizo visible y todo transcurrió muy rápido. La procesión entró al cementerio y fueron directo al sitio donde estaba esperando el hoyo que unos obreros se habían apresurado en cavar cuando se supo de la muerte de José Antonio.
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